El hábito de hablar bien de los demás

hablar bien de los demás
Para hablar bien de los demás se requiere el ejercicio del dominio propio, la tolerancia y la simpatía. Somos muy diferentes en hábitos y educación, y así nuestra manera de ver las cosas varía mucho. Nuestra comprensión de la verdad, nuestras ideas acerca de la vida no son idénticas porque no hay dos personas cuyas experiencias sean iguales en todo detalle. Las pruebas de uno no son las de otro. Los deberes que a uno le parecen fáciles, son para otro en extremo difíciles y le dejan perplejo.

Tan ignorante y propensa a equivocarse es la naturaleza humana, que cada cual debe ser prudente al valorar a su prójimo. Poco sabemos de la influencia de nuestros actos en la experiencia de los demás. Lo que hacemos o decimos puede parecernos de poca importancia, cuando, si pudiéramos abrir los ojos, veríamos que de ello dependen importantísimos resultados para el bien o el mal.

Paciencia en las pruebas

Hemos de vivir, no para proteger nuestros sentimientos o nuestra reputación, sino para salvar almas. Conforme nos interesemos en la salvación de las otros, dejaremos de notar las leves diferencias que suelen surgir en nuestro trato con los demás.

No nos conviene dejarnos llevar del enojo con motivo de algún agravio real o supuesto que se nos haya hecho. El enemigo a quien más hemos de temer es el yo. Ninguna forma de vicio es tan desastrosa para el carácter como la pasión humana no refrenada por el Espíritu Santo. Ninguna victoria que podamos ganar es tan preciosa como la victoria sobre nosotros mismos.

La conducta de David

La conducta de David para con Saúl encierra una lección: Por mandato de Dios Saúl fue ungido rey de Israel. Por causa de su desobediencia, el Señor declaró que el reino le sería quitado. Al procurar quitarle la vida a David, Saúl se trasladó al desierto, y, sin saberlo, penetró en la misma cueva en que David y sus guerreros estaban escondidos:

“Entonces los de David le dijeron: He aquí el día de que te ha dicho Jehová:.. Entrego tu enemigo en tus manos, y harás con él como te pareciera…Y dijo a los suyos: Jehová me guarde de hacer tal cosa contra mi señor, el ungido de Jehová, que yo extienda mi mano contra él; porque es el ungido de Jehová”—1 Samuel 24:5, 7. El Salvador nos dice: “No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados; y con la medida con que medís, os volverán a medir”.

No nos desquitemos

Evitemos la apariencia del mal. Hagamos cuanto podamos, sin sacrificar los principios cristianos, para reconciliaros con los demás. “Si trajeres tu presente al altar, y allí te acordares de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu presente delante del altar, y vete, vuelve primero en amistad con tu hermano, y entonces ven y ofrece tu presente”— Mateo 5:23, 24.

Si nos dicen palabras violentas, no respondamos con el mismo espíritu. Recordemos que “la blanda respuesta quita la ira”—Proverbios 15:1. Y hay un poder maravilloso en el silencio. A veces las palabras que se le dicen al que está enfadado no sirven sino para exasperarlo. Pero pronto se desvanece el enojo contestado con el silencio, con espíritu cariñoso y paciente. Mantengamos un espíritu firme en la Palabra de Dios. Atesoremos las promesas de Dios. Si se nos trata mal o si se nos censura sin motivo, en vez de replicar con enojo, repitamos las preciosas promesas: “No seas vencido de lo malo; mas vence con el bien el mal”—Romanos 12:21— y “Encomienda a Jehová tu camino, y espera en él; y él hará. Y exhibirá tu justicia como la luz, y tus derechos como el mediodía”—Salmo 37:5, 6.

Miremos a Jesús

En su misericordia y fidelidad, Dios permite muchas veces que aquellos en quienes ponemos nuestra confianza nos chasqueen para que aprendamos cuán vano es confiar en el hombre. Confiemos completa, humilde y abnegadamente en Dios. Él conoce las tristezas que sentimos en las profundidades de nuestro ser y que no podemos expresar. Cuando todo parezca obscuro e inexplicable, recordemos las palabras de Cristo: “Lo que yo hago, tú no entiendes ahora; mas lo entenderás después”—Juan 13:7.

Mientras permanezcamos en el mundo, tendremos que llevar influencias adversas. Habrá provocaciones que probarán nuestro dominio propio, y si las soportamos con buen espíritu desarrollaremos las virtudes cristianas. Si Cristo vive en nosotros, seremos sufridos, bondadosos y prudentes, alegres en medio de los enojos e irritaciones. Día tras día y año tras año iremos venciéndonos, hasta llegar al noble heroísmo. Esta es la tarea que se nos ha señalado; pero no se puede llevar a cabo sin la ayuda de Jesús, sin ánimo resuelto, sin propósito firme, sin continua vigilancia y oración. Cada cual tiene su propia lucha. Ni siquiera Dios puede ennoblecer nuestro carácter ni hacer útiles nuestras vidas a menos que lleguemos a ser sus colaboradores. Los que huyen del combate pierden la fuerza y el gozo de la victoria.

Hablemos bien de los demás

Practiquemos el hábito de hablar bien de los demás. Pensemos en las buenas cualidades de aquellos a quienes tratamos y miremos lo menos posible sus faltas y errores. Cuando sintamos la tentación de lamentar lo que alguien haya dicho o hecho, alabemos algo de su vida y carácter. Cultivemos el agradecimiento. Alabemos a Dios por su amor admirable de haber dado a Cristo para que muriera por nosotros. Nada sacamos con pensar en nuestros agravios. Dios nos invita a meditar en su misericordia y amor incomparables, para que seamos movidos a alabarle.

Los que trabajan fervorosamente no tienen tiempo para fijarse en las faltas ajenas. No podemos vivir de las faltas o errores de los demás. Hablar mal es una maldición doble, que recae más pesadamente sobre el que habla que sobre el que oye. El que esparce las semillas de la discordia cosecha en su propia alma frutos mortíferos. El hecho de buscar algo malo en otros desarrolla el mal en los que lo buscan. Al espaciarnos en los defectos de los demás nos transformamos a la imagen de ellos.

Mirando a Jesús

Por el contrario, mirando a Jesús, hablando de su amor y de la perfección de su carácter, nos transformamos a su imagen. Mediante la contemplación del elevado ideal que él puso ante nosotros, nos elevaremos a una atmósfera pura y santa, hasta la presencia de Dios. Cuando permanecemos en ella brota de nosotros una luz que irradia sobre cuantos se relacionan con nosotros.

En vez de criticar y condenar a los demás, debemos decir: “Tengo que consumar mi propia salvación. Si coopero con el que quiere salvar mi alma, debo vigilarme a mí mismo con diligencia y eliminar de mi vida todo mal. Debo vencer todo defecto. Debo ser una nueva criatura en Cristo. Entonces, en vez de debilitar a los que luchan contra el mal, podré fortalecerles con palabras de aliento”. Somos por demás indiferentes unos con otros. Demasiadas veces olvidamos que nuestros compañeros de trabajo necesitan fuerza y estímulo. No dejemos de reiterarles el interés y la simpatía que por ellos sentimos. Ayudémosles con nuestras oraciones y dejémosles saber que así obramos.

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