La parábola de la red y los peces, ¿qué nos enseña?

parábola de la red

La explicación de la parábola de la red tiene contiene elementos sencillos de entender. El echar la red es la predicación del Evangelio. Cuando se complete la misión del Evangelio, el juicio realizará la obra de separación (de los peces). Cristo vio cómo la existencia de los falsos hermanos en la iglesia haría que se hablase mal del camino de la verdad. El mundo injuriaría el Evangelio a causa de las vidas inconsecuentes de los falsos cristianos. Esto haría que hasta los mismos creyentes tropezaran al ver que muchos que llevaban el nombre de Cristo no eran dirigidos por su Espíritu.

El Reino de los cielos es semejante a la red, que echada en la mar, coge de todas suertes de peces: la cual estando llena, la sacaron a la orilla; y sentados, cogieron lo bueno en vasos, y lo malo echaron fuera. Así será al fin del siglo: saldrán los ángeles y apartarán a los malos de entre los justos y los echarán en el horno del fuego: allí será el lloro y el crujir de dientes”— Mateo 13:47-50.

Dios nos disculpa los pecados

A causa de que estos pecadores habían de estar en la iglesia, los hombres estarían en peligro de pensar que Dios disculpaba sus pecados. Por lo tanto, Cristo levanta el velo del futuro, y permite que todos contemplen que es el carácter y no la posición, lo que decide el destino del hombre. Tanto la parábola de la red como la de la cizaña enseñan claramente que no hay un tiempo en el cual todos los malos se volverán a Dios. El trigo y la cizaña crecen juntos hasta la cosecha. Los buenos y los malos peces son llevados juntamente a la orilla para efectuar una separación final.

Además, estas parábolas enseñan que no habrá más tiempo de gracia después del juicio. Una vez concluida la obra del Evangelio, sigue inmediatamente la separación de los buenos y los malos, y el destino de cada clase de personas queda fijado para siempre. Dios no desea la destrucción de nadie. “Diles: Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos; ¿por qué moriréis, oh casa de Israel?”—Ezequiel 33:11.

Durante el tiempo de gracia, su Espíritu está induciendo a los hombres a que acepten el don de vida. Son únicamente aquellos que rechazan sus ruegos los que serán dejados para perecer. Dios ha declarado que el pecado debe ser destruido por ser un mal ruinoso para el universo. Los que se adhieren al pecado perecerán cuando éste sea destruido.

El sendero de la estricta rectitud

Tenemos abundantes evidencias de que en la iglesia de Dios la maleza crece junto con el trigo. Hay cristianos sinceros en la iglesia y también los hay tibios. Estos últimos tienen oportunidad de conocer la verdad; la Palabra de Dios les es presentada; concurren al banquete como Judas asistió a la Pascua pero, como Judas, no asimilan la Palabra de vida. Nadie puede obligarlos a ingerir la Palabra de vida eterna a fin de que realicen una obra cabal de arrepentimiento para que puedan tener una experiencia cristiana genuina y lleguen a estar enraizados y afirmados en la verdad. Estos cristianos están representados en la parábola de la red.

No debemos sentimos abrumados por el desánimo debido a que lo bueno y lo malo se hallan juntos en la iglesia. Judas se contaba entre los discípulos. Tuvo todas las ventajas posibles pero, aunque escuchó la verdad y los principios tan claramente explicados, Cristo sabía que no había recibido la verdad. No ingirió la verdad. Esta no llegó a formar parte de él. Sus viejos hábitos y prácticas se manifestaban constantemente. No obstante Cristo no tomó medidas de fuerza para apartar a Judas de los discípulos.

Todos los hacedores de la Palabra de Dios serán bendecidos abundantemente. Cualesquiera sean las cruces que deban cargar, las pérdidas que puedan tener o la persecución que deban afrontar, aun cuando ésta significara la pérdida de la vida temporal, serán ampliamente recompensados, porque se les asegura la vida que se mide con la vida de Dios.

La parábola de la red, dónde hallar la verdad

Mientras Cristo enseñaba a la gente estaba también educando a sus discípulos para su obra futura. En toda su instrucción había lecciones para ellos. Después de dar la parábola de la red, les preguntó: “¿Habéis entendido todas estas cosas? Ellos respondieron: Sí, Señor”. Luego en otra parábola les presentó su responsabilidad con respecto a las verdades que habían recibido: “Por eso—les dijo— todo escriba docto en el reino de los cielos es semejante a un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas”.

El tesoro que el padre de familia ha ganado no lo acumula. Lo saca para compartirlo con otros. Y por el uso, el tesoro aumenta. El padre de familia tiene cosas preciosas, tanto nuevas como viejas. Así Cristo enseña que la verdad encomendada a sus discípulos ha de comunicarse al mundo. Y al impartir el conocimiento de la verdad, éste aumentará. Todos los que reciben el mensaje del Evangelio en su corazón anhelarán proclamarlo. El amor de Cristo ha de expresarse.

El gran tesoro de la verdad es la Palabra de Dios

La Palabra escrita, el libro de la naturaleza y el libro de la experiencia referente al trato de Dios con la vida humana, son los tesoros de los cuales han de valerse los obreros de Dios.  Si el que sigue a Cristo cree su Palabra y la práctica, no habrá ciencia en el mundo natural que no pueda entender y apreciar. No hay nada que no le proporcione los medios de impartir la verdad a otros.

La ciencia natural es un tesoro de conocimiento del cual puede valerse todo estudiante de la escuela de Cristo. Mientras contemplamos la hermosura de la naturaleza, mientras estudiamos sus lecciones en el cultivo del suelo, en el crecimiento de los árboles, en todas las maravillas de la tierra, del mar y del cielo, obtendremos una nueva percepción de la verdad. Pero es en la Palabra escrita donde el conocimiento de Dios se revela más claramente al hombre caído. Ella constituye el depósito de las inescrutables riquezas de Cristo.

La Palabra de Dios incluye las escrituras del Antiguo Testamento, así como las del Nuevo. El uno no es completo sin el otro. Cristo declaró que las verdades del Antiguo Testamento son tan valiosas como las del Nuevo. Cristo fue el Redentor del hombre en el principio del mundo en igual grado en que lo es hoy. Todos los sacrificios simbólicos se cumplieron en Él. Cristo, tal como fue manifestado por los patriarcas, simbolizado en el servicio expiatorio, pintado en la ley y revelado por los profetas, constituye las riquezas del Antiguo Testamento. Cristo en su vida, en su muerte y en su resurrección, Cristo tal como lo manifiesta el Espíritu Santo, constituye los tesoros del Nuevo Testamento. Nuestro Salvador, el resplandor de la gloria del Padre, pertenece tanto al Viejo como al Nuevo Testamento.

El que estudia las Escrituras, mira dentro de una fuente de poder

Existen personas que profesan creer y enseñar las verdades del Antiguo Testamento mientras rechazan el Nuevo. Pero al rehusar recibir las enseñanzas de Cristo, demuestran no creer lo que dijeron los patriarcas y profetas. “Si vosotros creyeseis a Moisés—dijo Cristo—, creeríais a mí; porque de mí escribió él”—Juan 5:46. Muchos de los que pretenden creer y enseñar el Evangelio caen en un error similar. Ponen a un lado las escrituras del Antiguo Testamento, de las cuales Cristo declaró: “Ellas son las que dan testimonio de mí”—Juan 5:39. Al rechazar el Antiguo Testamento, prácticamente rechazan el Nuevo; pues ambos son partes de un todo inseparable.

“Esta empero es la vida eterna—dice Cristo—: que te conozcan el solo Dios verdadero, y a Jesucristo, al cual has enviado”—Juan 17:3. ¿Por qué es que no comprendemos el valor de este conocimiento? Al concedernos su Palabra, Dios nos puso en posesión de toda verdad esencial para nuestra salvación. Millares han sacado agua de estas fuentes de vida y sin embargo la provisión no ha disminuido. Millares han puesto al Señor delante de sí, y contemplándolo se han transformado a su misma imagen. Muchos más pueden empeñarse en la obra de investigar los misterios de la salvación. Mientras uno se espacie en la vida de Cristo y el carácter de su misión, rayos de luz brillarán más distintamente con cada intento de descubrir la verdad.

Cada nuevo estudio revelará algo más profundamente interesante que lo que ya se ha desplegado. El tema es inagotable. El estudio de la encarnación de Cristo, su sacrificio expiatorio y su obra de mediación, embargarán la mente del estudiante diligente mientras dure el tiempo; y mirando al cielo con sus innumerables años, exclamará: “Grande es el misterio de la piedad”. En la eternidad aprenderemos aquello que, de haber recibido la iluminación que fue posible obtener aquí, habría abierto nuestro entendimiento.

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