La parábola del hijo pródigo

parábola del hijo pródigo

La parábola del hijo pródigo al igual que la de la oveja y la moneda perdida, presenta en distintas formas el amor compasivo de Dios hacia los que se descarriaron de Él. Aunque ellos se han alejado de Dios, Él no los abandona en su miseria. Está lleno de bondad y tierna compasión hacia todos los que se hallan expuestos a las tentaciones del astuto enemigo.

En la parábola del hijo pródigo se presenta el proceder del Señor con aquellos que conocieron una vez el amor del Padre, pero que han permitido que el tentador los llevara cautivos a su voluntad. “Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de la hacienda que me pertenece: y les repartió la hacienda. Y no muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, partió lejos a una provincia apartada”.

Este hijo menor se había cansado de la sujeción a que estaba sometido en la casa de su padre. Le parecía que se le restringía su libertad. Interpretaba mal el amor y cuidado que le prodigaba su padre y decidió seguir los dictados de su propia inclinación. El joven no reconoce ninguna obligación hacia su padre, ni expresa gratitud; no obstante, reclama el privilegio de un hijo en la participación de los bienes. Desea recibir ahora la herencia que le correspondería a la muerte de su padre. Está empeñado en gozar del presente y no se preocupa de lo futuro.

Habiendo obtenido su patrimonio, fue “a una provincia apartada”, lejos de la casa de su padre. Teniendo dinero en abundancia y libertad para hacer lo que le place, se lisonjea de haber logrado el deseo de su corazón. No hay quien le diga: No hagas esto, porque será perjudicial para ti; o: Haz esto porque es recto. Las malas compañías le ayudan a hundirse cada vez más profundamente en el pecado y desperdicia “su hacienda viviendo perdidamente”.

El joven de la parábola

La Biblia habla de hombres que “diciéndose ser sabios, se hicieron necios”—Romanos 1:22— y éste es el caso del joven de la parábola del hijo pródigo. Los preciosos años de vida, la fuerza del intelecto, las brillantes visiones de la juventud, las aspiraciones espirituales, todos son consumidos por el deseo mundanal.

Sobreviene una gran hambre; él comienza a sentir necesidad y se llega a uno de los ciudadanos de aquel país, quien lo envía al campo a apacentar cerdos. Para un judío esta era la más mezquina y degradante de las ocupaciones. El joven que se había jactado de su libertad, ahora se encuentra esclavo. El esplendor y el brillo que lo ofuscaron han desaparecido, y siente el peso de su cadena. Sentado en el suelo de aquella tierra desolada y azotada por el hambre, sin otra compañía que los cerdos, se resigna a saciarse con los desperdicios con que se alimentan las bestias.

¿Dónde está ahora su gozo desenfrenado? Tranquilizando su conciencia, amodorrando su sensibilidad, se creyó feliz; pero ahora, sin dinero, sufriendo de hambre, con su orgullo humillado, con su naturaleza moral empequeñecida, con su voluntad debilitada e indigna de confianza, con sus mejores sentimientos aparentemente muertos, es el más desventurado de los mortales.

La parábola del hijo pródigo presenta la condición del pecador

A semejanza del hijo desagradecido, el pecador pretende que las cosas buenas de Dios le pertenecen por derecho. Las recibe como una cosa natural, sin expresar agradecimiento ni prestar ningún servicio de amor. Así como Caín salió de la presencia del Señor para buscarse hogar; así como el pródigo vagó por “una provincia apartada”, así los pecadores buscan la felicidad en el olvido de Dios.

Cualquiera sea su apariencia, toda vida cuyo centro es el yo, se malgasta. Quienquiera que intente vivir lejos de Dios, está malgastando su sustancia, desperdiciando los años mejores, las facultades de la mente, el corazón y el alma, y labrando su propia bancarrota para la eternidad. Llegarán horas cuando se dará cuenta de su degradación. Las palabras del profeta contienen la declaración de una verdad universal cuando dice: “Maldito el hombre que confía en el hombre! ¡Maldito el que se apoya en su propia fuerza y aparta su corazón del SEÑOR!”— Jeremías 17:5.

Dios “hace que su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos”; pero los hombres poseen la facultad de privarse del sol y la lluvia. Así, mientras brilla el Sol de Justicia, y las lluvias de gracia caen libremente para todos, podemos, separándonos de Dios, morar “en las securas en el desierto”. El amor de Dios aún implora al que ha escogido separarse de Él y pone en acción influencias para traerlo de vuelta a la casa del Padre.

El hijo pródigo volvió en sí en medio de su desgracia

Se quebrantó el engañoso poder que Satanás había ejercido sobre él. Se dio cuenta de que su sufrimiento era la consecuencia de su propia necedad y dijo: “¡Cuántos jornaleros en la casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré, e iré a mi padre”. Desdichado como era, el pródigo halló esperanza en la convicción del amor de su padre. Del mismo modo, la seguridad del amor de Dios constriñe al pecador a volverse a Dios. “Su benignidad te guía a arrepentimiento”—Romanos 2:4.

El hijo se decide a confesar su culpa. Irá al padre diciendo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Pero agrega, mostrando cuán mezquino es su concepto del amor de su padre: “Hazme como a uno de tus jornaleros”. 

Poco se imaginaba el alegre e irreflexivo joven, cuando salía de la casa de su padre, el dolor y la ansiedad que dejaba en el corazón de ese padre. Mientras bailaba y banqueteaba con sus turbulentos compañeros, poco pensaba en la sombra que se había extendido sobre su casa. Y cuando con pasos cansados y penosos toma el camino que lleva a su casa, no sabe que hay uno que espera su regreso.

El amor percibe rápidamente

Sin embargo, “todavía estaba lejos”, cuando su padre lo distinguió. Ni aun la degradación de los años de pecado puede ocultar al hijo de los ojos de su padre. Él “se compadeció de él; salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó”. El padre no había de permitir que ningún ojo despreciativo se burlara de la miseria y los harapos de su hijo. Saca de sus propios hombros el amplio y rico manto y cubre a su hijo, y el joven solloza arrepentido, diciendo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. El padre lo retiene junto a sí, y lo lleva a la casa. No se le da oportunidad de pedir el lugar de un siervo. Él es un hijo, que será honrado con lo mejor de que dispone la casa, y a quien los siervos y siervas habrán de respetar y servir.

En su juventud inquieta el hijo pródigo juzgaba a su padre austero y severo. ¡Cuán diferente su concepto de él ahora! Del mismo modo, los que siguen a Satanás creen que Dios es duro y exigente. Creen que los observa para denunciarlos y condenarlos, y que no está dispuesto a recibir al pecador mientras tenga alguna excusa legal para no ayudarle. Consideran su ley como una restricción a la felicidad de los hombres, un yugo abrumador del que se libran con alegría. Pero aquel cuyos ojos han sido abiertos por el amor de Cristo, contemplará a Dios como un ser compasivo. No aparece como un ser tirano e implacable, sino como un padre que anhela abrazar a su hijo arrepentido.

Mi hijo muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado

En la parábola del hijo pródigo no se le echa en cara su mal proceder. El hijo siente que el pasado es perdonado y olvidado, borrado para siempre. Y así Dios dice al pecador: “Yo deshice como a nube tus rebeliones, y como a niebla tus pecados”—Isaías 42:22—, “Perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado”—Jeremías 31:24—, “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos; y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, quien es amplio en perdonar”—Isaías 55:7—, “En aquellos días y en aquel tiempo, dice Jehová, la maldad de Israel se buscará, y no parecerá, y los pecados de Judá, y no serán hallados”—Jeremías 50:20.

¡Qué seguridad se nos da aquí de la buena voluntad de Dios para recibir al pecador arrepentido! ¿Has escogido tú, lector, tu propio camino? ¿Has vagado lejos de Dios? Y ahora, frustrados los planes de tu vida, y muertas tus esperanzas, ¿te sientes solo y abandonado? Hoy aquella voz que hace tiempo ha estado hablando a tu corazón, pero a la cual no querías escuchar, llega a ti distinta y clara: “¡Levántate! ¡Ponte en marcha, que éste no es un lugar de reposo! ¡Está contaminado, destruido sin remedio!”—Miqueas 2:10. Vuelve a la casa de tu Padre. Él te invita, diciendo: “Tórnate a mí, porque yo te redimí”—Isaías 44:22.

Nuestro Padre celestial nos quitará los vestidos manchados por el pecado

No prestemos oído a la sugestión del enemigo de permanecer lejos de Cristo hasta que nos hayamos hecho mejores, hasta que seamos suficientemente buenos para ir a Dios. Si esperamos hasta entonces, nunca iremos. Cuando Satanás nos señale nuestros vestidos sucios, repitamos la promesa de Jesús: “Al que a mí viene, no le echo fuera”—Juan 6:37.

Levantémonos y vayamos a nuestro Padre. Él nos saldrá al encuentro muy lejos. Si damos arrepentidos un solo paso hacia Él, se apresurará a rodearnos con sus brazos de amor infinito. Su oído está abierto al clamor del alma contrita. Él conoce el primer esfuerzo del corazón para llegar a Él.

Nunca se ofrece una oración, aun balbuceada, nunca se derrama una lágrima, aun en secreto, nunca se acaricia un deseo sincero, por débil que sea, de llegar a Dios, sin que el Espíritu de Dios vaya a su encuentro. Aun antes de que la oración sea pronunciada, o el anhelo del corazón sea dado a conocer, la gracia de Cristo sale al encuentro de la gracia que está obrando en el alma humana: “Porque éste mi hijo muerto era, y ha revivido; habíase perdido, y es hallado”.

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