La parábola del fariseo y el publicano, un signo de grandeza

parábola del fariseo y el publicano

Cristo dirigió la parábola del fariseo y el publicano a “unos que confiaban de sí mismos como justos, y menospreciaban a los otros”. El fariseo sube al templo a adorar, no porque sienta que es un pecador que necesita perdón, sino porque se cree justo, y espera ganar alabanzas. Considera su culto como un acto de mérito que lo recomendará a Dios. Al mismo tiempo, su culto dará a la gente un alto concepto de su piedad. Apartándose de los demás, como para decir: “No te llegues a mí, que soy más santo que tú”, se pone en pie y ora “consigo”. Con una completa satisfacción propia, piensa que Dios y los hombres lo consideran con la misma complacencia.

La oración del fariseo

“Dios, te doy gracias—dice—, que no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano”—Lucas 18:11. Juzga su carácter, comparándolo, no con el santo carácter de Dios, sino con el de otros hombres. Este es el secreto de su satisfacción propia. Sigue repasando sus buenas obras: “Ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que poseo”. La religión del fariseo no alcanza al alma. No está buscando la semejanza del carácter divino, un corazón lleno de amor y misericordia. Su justicia es la suya propia, el fruto de sus propias obras, y juzgada por una norma humana.

Cualquiera que confíe en que es justo, despreciará a los demás. Así como el fariseo se juzga comparándose con los demás hombres, juzga a otros comparándolos consigo. Su justicia es valorada por la de ellos, y cuanto peores sean, tanto más justo aparecerá él por contraste. Su justicia propia lo induce a acusar. Condena a “los otros hombres” como transgresores de la ley de Dios. Así está manifestando el mismo espíritu de Satanás, el acusador de los hermanos. Con este espíritu le es imposible ponerse en comunión con Dios. Vuelve a su casa desprovisto de la bendición divina.

La oración del publicano en la parábola

El publicano había ido al templo con otros adoradores, pero pronto se apartó de ellos sintiéndose indigno de unirse en sus devociones. Estando en pie lejos, “no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que hería su pecho” con amarga angustia y aborrecimiento propio. Sentía que había obrado contra Dios, que era pecador y sucio. No podía esperar misericordia, ni aun de los que lo rodeaban, porque lo miraban con desprecio. Sabía que no tenía ningún mérito que lo recomendara a Dios y con una total desesperación clamaba: “Dios, sé propicio a mí pecador”—Lucas 18:13.

No se comparaba con los otros. Abrumado por un sentimiento de culpa, estaba como si fuera solo en la presencia de Dios. Su único deseo era el perdón y la paz, su único argumento era la misericordia de Dios. Y fue bendecido. “Os digo—dice Cristo—que este descendió a su casa justificado antes que el otro”—Lucas 18:14.

En la parábola del fariseo y el publicano se presentan las dos grandes clases en que se dividen los que adoran a Dios. Sus dos primeros representantes son los dos primeros niños que nacieron en el mundo. Caín se creía justo, y solo presentó a Dios una ofrenda de agradecimiento. No hizo ninguna confesión de pecado, y no reconoció ninguna necesidad de misericordia. Abel, en cambio, se presentó con la sangre que simbolizaba al Cordero de Dios. Lo hizo en calidad de pecador, confesando que estaba perdido; su única esperanza era el amor inmerecido de Dios. Dios apreció la ofrenda de Abel, pero no tomó en cuenta a Caín ni a la suya. La sensación de la necesidad, el reconocimiento de nuestra pobreza y pecado es la primera condición para que Dios nos acepte. “Bienaventurados los pobres en espíritu: porque de ellos es el reino de los cielos”.

Debemos tener un conocimiento de nosotros mismos

El fariseo no sentía ninguna convicción de pecado. El Espíritu Santo no podía obrar en él. Su alma estaba revestida de una armadura de justicia propia. Cristo puede salvar únicamente al que reconoce que es pecador. El vino “para sanar a los quebrantados de corazón; para pregonar a los cautivos libertad, y a los ciegos vista; para poner en libertad a los quebrantados”—Lucas 4:18. Debemos conocer nuestra verdadera condición, pues de lo contrario no sentiremos nuestra necesidad de la ayuda de Cristo.

El Señor dice: “Porque tú dices: Yo soy rico, y estoy enriquecido y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no conoces que tú eres un desdichado y miserable y pobre y ciego y desnudo; yo te amonesto que de mí compres oro afinado en fuego, para que seas hecho rico, y seas vestido de vestiduras blancas, para que no se descubra la vergüenza de tu desnudez, y unge tus ojos con colirio, para que veas”. El oro afinado en el fuego es la fe que obra por el amor. Solo esto puede ponernos en armonía con Dios. Podemos ser activos, podemos hacer mucha obra; pero sin amor, un amor tal como el que moraba en el corazón de Cristo, nunca podremos ser contados en la familia del cielo.

Ningún hombre por sí mismo puede comprender sus errores. “Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?”—Jeremías 17:9. Hay una sola forma en que podemos obtener un verdadero conocimiento del yo. Debemos contemplar a Cristo. La ignorancia de su vida y su carácter induce a los hombres a exaltarse en su justicia propia. Cuando contemplemos su pureza y excelencia, veremos nuestra propia debilidad, nuestra pobreza y nuestros defectos tales cuales son. Nos veremos perdidos y sin esperanza, vestidos con la ropa de la justicia propia, como cualquier otro pecador.

En la parábola la oración del publicano tuvo contestación

Este cobrador de impuestos de la parábola del fariseo y el publicano, mostraba una dependencia que se esforzaba por asirse del Omnipotente. El yo no era sino vergüenza para él. Así también debe ser para todos los que buscan a Dios. Por fe, la fe que renuncia a toda confianza propia, el necesitado suplicante ha de aferrarse del poder infinito. Ninguna ceremonia exterior puede reemplazar a la fe sencilla y a la entera renuncia al yo.

Pero ningún hombre puede despojarse del yo por sí mismo. Sólo podemos consentir que Cristo haga esta obra. Entonces el lenguaje del alma será: Señor, toma mi corazón; porque yo no puedo dártelo. Es tuyo, mantenlo puro, porque yo no puedo mantenerlo por ti. Sálvame a pesar de mi yo, mi yo débil y desemejante a Cristo. Modélame, fórmame, elévame a una atmósfera pura y santa, donde la rica corriente de tu amor pueda fluir por mi alma.

Mientras más nos acerquemos a Jesús, y más claramente apreciemos la pureza de su carácter, más claramente discerniremos la excesiva pecaminosidad del pecado, y menos nos sentiremos inclinados a ensalzarnos a nosotros mismos. Otra vez él dice: “Confirmaré mi pacto contigo, y sabrás que yo soy Jehová; para que te acuerdes, y te avergüences, y nunca más abras la boca a causa de tu vergüenza, cuando me aplacare para contigo de todo lo que hiciste, dice el Señor Jehová”—Ezequiel 16:62-63.

La conclusión de la parábola del fariseo y el publicano

Como nos lo enseña la parábola del fariseo y el publicano, debemos evitar todo lo que estimule el orgullo y la suficiencia propia; por lo tanto, debemos estar apercibidos para no dar ni recibir lisonjas o alabanzas. La adulación es obra de Satanás. Él se ocupa tanto en adular como en acusar y condenar, y así procura la ruina del alma. Los que alaban a los hombres son usados como agentes por Satanás. Alejen de sí las palabras de alabanza los obreros de Cristo. Sea ocultado el yo. Solo Cristo debe exaltarse. Diríjase todo ojo, y ascienda alabanza de todo corazón “al que nos amó, y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre”—Apocalipsis 1:5-6.

La vida que abriga el temor de Jehová no será una vida de tristeza y oscuridad. La ausencia de Cristo es la que entristece el semblante y hace de la vida una peregrinación de suspiros. Los que están llenos de estima y amor propios no sienten la necesidad de una unión viviente y personal con Cristo. Su amor propio, su amor a la popularidad y a la alabanza excluyen al Salvador de su corazón, y sin él hay oscuridad y tristeza. Pero Cristo al morar en el alma es una fuente de gozo.

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