La voz que clama en el desierto, el espíritu de Elías

La voz que clama en el desierto

De entre los fieles de Israel, que por largo tiempo habían esperado la venida del Mesías, surgió el precursor de Cristo, “la voz que clama en el desierto”. El anciano sacerdote Zacarías y su esposa Elizabet eran “justos delante de Dios y en su vida tranquila y santa, la luz de la fe resplandecía como una estrella en medio de las tinieblas de aquellos días malos. A esta piadosa pareja se le prometió un hijo, que iría ante la faz del Señor, para aparejar sus caminos.

La promesa a Zacarías

Zacarías había subido a Jerusalén para servir en el templo durante una semana, según se requería dos veces al año de los sacerdotes de cada turno. Estaba de pie delante del altar de oro en el lugar santo del santuario. La nube de incienso ascendía delante de Dios con las oraciones de Israel. De repente, sintió una presencia divina. Un ángel del Señor estaba “en pie a la derecha del altar”. La posición del ángel era una indicación de favor, pero Zacarías no se fijó en esto. Durante muchos años, Zacarías había orado por la venida del Redentor; y ahora el cielo le había mandado su mensajero para anunciarle que sus oraciones iban a ser contestadas.

Fue saludado con la gozosa seguridad: “No temas, Zacarías; porque tu oración ha sido oída, y tu mujer Elizabet te dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán en su nacimiento. Porque será grande delante de Dios, y no beberá vino ni sidra; y será lleno del Espíritu Santo…. Y a muchos de los hijos de Israel convertirá al Señor Dios de ellos. Porque él irá delante de él con el espíritu y virtud de Elías, para convertir los corazones de los padres a los hijos, y los rebeldes a la prudencia de los justos, para aparejar al Señor un pueblo apercibido. Y dijo Zacarías al ángel: ¿En qué conoceré esto? porque yo soy viejo, y mi mujer avanzada en días”—Lucas 1:13-18

Zacarías sabía muy bien que Abrahán en su vejez había recibido un hijo porque había tenido por fiel a Aquel que había prometido. Pero por un momento, el anciano sacerdote recuerda la debilidad humana. Se olvida de que Dios puede cumplir lo que promete. ¡Qué contraste entre esta incredulidad y la dulce fe infantil de María, la virgen de Nazaret, cuya respuesta al asombroso anuncio del ángel fue: “He aquí la sierva del Señor; hágase a mí conforme a tu palabra’!

El anuncio de Gabriel

El nacimiento del hijo de Zacarías, como el del hijo de Abrahán y el de María, había de enseñar una gran verdad espiritual, una verdad que somos tardos en aprender y propensos a olvidar. Por nosotros mismos somos incapaces de hacer bien; pero lo que nosotros no podemos hacer será hecho por el poder de Dios en toda alma sumisa y creyente. Fue mediante la fe como fue dado el hijo de la promesa. Es por la fe como se engendra la vida espiritual, y somos capacitados para hacer las obras de justicia.

A la pregunta de Zacarías, el ángel respondió: “Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; y soy enviado a hablarte, y a darte estas buenas nuevas.” Quinientos años antes, Gabriel había dado a conocer a Daniel el período profético que había de extenderse hasta la venida de Cristo —Daniel 9:21-27. El conocimiento de que el fin de este período se acercaba, había inducido a Zacarías a orar por el advenimiento del Mesías. Y he aquí que el mismo mensajero por quien fuera dada la profecía había venido a anunciar su cumplimiento.

Zacarías había expresado duda acerca de las palabras del ángel. No había de volver a hablar hasta que se cumpliesen. “He aquí –dijo el ángel,– estarás mudo hasta el día que esto sea hecho, por cuanto no creíste a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo”. El sacerdote debía orar en este culto por el perdón de los pecados públicos y nacionales, y por la venida del Mesías; pero cuando Zacarías intentó hacerlo, no pudo pronunciar una palabra.

La misión de Juan al clamar en el desierto

Poco después del nacimiento del niño prometido, “la voz que clama en el desierto”, la lengua del padre quedó desligada, “y habló bendiciendo a Dios. Y fue un temor sobre todos los vecinos de ellos; y en todas las montañas de Judea fueron divulgadas todas estas cosas. Y todos los que las oían, las conservaban en su corazón, diciendo: ¿Quién será este niño?”. Todo esto tendía a llamar la atención a la venida del Mesías, para la cual Juan había de preparar el camino.

El Espíritu Santo descendió sobre Zacarías, y en estas hermosas palabras profetizó la misión de su hijo: “¡Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás ante la faz del Señor, para preparar sus caminos; dando conocimiento de salvación a su pueblo, en la remisión de sus pecados; a causa de las entrañas de misericordia de nuestro Dios, en las que nos visitará el Sol naciente, descendiendo de las alturas, para dar luz a los que están sentados en tinieblas y en sombra de muerte; para dirigir nuestros pies en el camino de la paz”—Lucas 1:76-79.

“Y el niño crecía, y se fortalecía en espíritu: y estuvo en los desiertos hasta el día que se mostró a Israel”. Antes que naciera Juan, el ángel había dicho: “Será grande delante de Dios. y no beberá vino ni sidra; y será lleno del Espíritu Santo”. Dios había llamado al hijo de Zacarías a una gran obra, la mayor que hubiera sido confiada alguna vez a los hombres. A fin de ejecutar esta obra, el Señor debía obrar con él. Y el Espíritu de Dios estaría con él si prestaba atención a las instrucciones del ángel.

La voz que clama en el desierto

Juan había de salir como mensajero de Jehová, para comunicar a los hombres la luz de Dios. Debía dar una nueva dirección a sus pensamientos. Debía hacerles sentir la santidad de los requerimientos de Dios, y su necesidad de la perfecta justicia divina. Un mensajero tal debía ser santo. Debía ser templo del Espíritu de Dios. A fin de cumplir su misión, debía tener una constitución física sana, y fuerza mental y espiritual. Por lo tanto, le sería necesario dominar sus apetitos y pasiones. Debía poder dominar todas sus facultades, para poder permanecer entre los hombres tan inconmovible frente a las circunstancias que le rodeasen como las rocas y montañas del desierto.

En el tiempo de Juan el Bautista, la codicia de las riquezas, y el amor al lujo y a la ostentación, se habían difundido extensamente. Los placeres sensuales, banquetes y borracheras estaban ocasionando enfermedades físicas y degeneración, embotando las percepciones espirituales y disminuyendo la sensibilidad al pecado. Juan debía destacarse como reformador. Por su vida abstemia y su ropaje sencillo, debía reprobar los excesos de su tiempo. Tal fue el motivo de las indicaciones dadas a los padres de Juan, una lección de temperancia dada por un ángel del trono celestial.

En la niñez y la juventud es cuando el carácter es más impresionable. Entonces es cuando debe adquirirse la facultad del dominio propio. En el hogar y la familia, se ejercen influencias cuyos resultados son tan duraderos como la eternidad. Más que cualquier dote natural, los hábitos formados en los primeros años deciden si un hombre vencerá o será vencido en la batalla de la vida. La juventud es el tiempo de la siembra. Determina el carácter de la cosecha, para esta vida y la venidera.

Convertir los corazones

Como profeta, Juan había de “convertir los corazones de los padres a los hijos, y los rebeldes a la prudencia de los justos, para aparejar al Señor un pueblo apercibido”. Al preparar el camino para la primera venida de Cristo, representaba a aquellos que han de preparar un pueblo para la segunda venida de nuestro Señor. El mundo está entregado a la sensualidad, abundan los errores y las fábulas. Se han multiplicado las trampas de Satanás para destruir a las almas.

Todos los que quieran alcanzar la santidad en el temor de Dios deben aprender las lecciones de temperancia y dominio propio. Las pasiones y los apetitos deben ser mantenidos sujetos a las facultades superiores de la mente. Esta disciplina propia es esencial para la fuerza mental y la percepción espiritual que nos han de habilitar para comprender y practicar las sagradas verdades de la Palabra de Dios. Por esta razón, la temperancia ocupa un lugar en la obra de prepararnos para la segunda venida de Cristo.

En el orden natural de las cosas, el hijo de Zacarías habría sido educado para el sacerdocio, pero la educación de las escuelas rabínicas le habría arruinado para su obra. Dios no le envió a los maestros de teología para que aprendiese a interpretar las Escrituras. Le llamó al desierto, para que aprendiese de la naturaleza, y del Dios de la naturaleza.

La preparación

“La voz que clama en el desierto” fue en una región solitaria donde halló hogar, en medio de las colinas áridas, de los desfiladeros salvajes y las cuevas rocosas. Pero él mismo quiso dejar a un lado los goces y lujos de la vida y prefirió la severa disciplina del desierto. Allí lo que le rodeaba era favorable a la adquisición de sencillez y abnegación. No siendo interrumpido por los clamores del mundo, podía estudiar las lecciones de la naturaleza, de la revelación y de la Providencia.

Dedicado a Dios como nazareno desde su nacimiento, hizo él mismo voto de consagrar su vida a Dios. Su ropa era la de los antiguos profetas: un manto de pelo de camello, ceñido a sus lomos por un cinturón de cuero. Comía “langostas y miel silvestre”, que hallaba en el desierto; y bebía del agua pura de las colinas.

Pero Juan no pasaba la vida en ociosidad, ni en lobreguez ascética o aislamiento egoísta. De vez en cuando, salía a mezclarse con los hombres; y siempre observaba con interés lo que sucedía en el mundo. Desde su tranquilo retiro, vigilaba el desarrollo de los sucesos. Con visión iluminada por el Espíritu divino, estudiaba los caracteres humanos para poder saber cómo alcanzar los corazones con el mensaje del cielo.

Abandonar el pecado

Juan no comprendía plenamente la naturaleza del reino del Mesías. Esperaba que Israel fuese librado de sus enemigos nacionales; pero el gran objeto de su esperanza era la venida de un Rey de justicia y el establecimiento de Israel como nación santa. Así creía que se cumpliría la profecía hecha en ocasión de su nacimiento:

Veía que los hijos de su pueblo estaban engañados, satisfechos y dormidos en sus pecados. Anhelaba incitarlos a vivir más santamente. El mensaje que Dios le había dado para que lo proclamase estaba destinado a despertarlos de su letargo y a hacerlos temblar por su gran maldad. Antes que pudiese alojarse la semilla del Evangelio, el suelo del corazón debía ser quebrantado. Antes de que tratasen de obtener sanidad de Jesús, debían ser despertados para ver el peligro que les hacían correr las heridas del pecado.

Dios no envía mensajeros para que adulen al pecador. No da mensajes de paz para arrullar en una seguridad fatal a los que no están santificados. Impone pesadas cargas a la conciencia del que hace mal y atraviesa el alma con flechas de convicción. Los ángeles ministradores le presentan los temibles juicios de Dios para ahondar el sentido de su necesidad, e impulsarle a clamar: “¿Qué debo hacer para ser salvo?”. Entonces la mano que humilló en el polvo, levanta al penitente. La voz que reprendió el pecado, y avergonzó el orgullo y la ambición, pregunta con la más tierna simpatía: “¿Qué quieres que te haga?”

Con el espíritu de Elías

Cuando comenzó el ministerio de Juan, la nación estaba en una condición de excitación y descontento rayana en la revolución. Al desaparecer Arquelao, Judea había caído directamente bajo el dominio de Roma. La tiranía y la extorsión de los gobernantes romanos, y sus resueltos esfuerzos para introducir las costumbres y los símbolos paganos, encendieron la rebelión, que fue apagada en la sangre de miles de los más valientes de Israel. Todo esto intensificó el odio nacional contra Roma y aumentó el anhelo de ser libertados de su poder.

En medio de las discordias y las luchas, se oyó una voz, la voz que clama en el desierto: “Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado”. Con un poder nuevo y extraño, conmovía a la gente. Los profetas habían predicho la venida de Cristo como un acontecimiento del futuro lejano; pero he aquí que se oía un anuncio de que se acercaba. En sus modales e indumentaria, se asemejaba al profeta Elías. Con el espíritu y poder de Elías, denunciaba la corrupción nacional y reprendía los pecados prevalecientes. Toda la nación se conmovió. Muchedumbres acudieron al desierto.

Juan proclamaba la venida del Mesías, e invitaba al pueblo a arrepentirse. Como símbolo de la purificación del pecado, bautizaba en las aguas del Jordán. Así, mediante una lección objetiva muy significativa, declaraba que todos los que querían formar parte del pueblo elegido de Dios estaban contaminados por el pecado y que sin la purificación del corazón y de la vida, no podrían tener parte en el reino del Mesías.

Bautismo de arrepentimiento

“Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento –dijo Juan– mas el que viene tras mí, más poderoso es que yo; los zapatos del cual yo no soy digno de llevar; él os bautizará en Espíritu Santo y en fuego.” El profeta Isaías había declarado que el Señor limpiaría a su pueblo de sus iniquidades “con espíritu de juicio y con espíritu de ardimiento”. En todos los que se sometan a su poder, el Espíritu de Dios consumirá el pecado. Pero si los hombres se aferran al pecado, llegan a identificarse con él. Entonces la gloria de Dios, que destruye el pecado, debe destruirlos a ellos también.

En el tiempo de Juan el Bautista, Cristo estaba por presentarse como revelador del carácter de Dios. Su misma presencia haría manifiestos a los hombres sus pecados. Únicamente en la medida en que estuviesen dispuestos a ser purificados de sus pecados, podrían ellos entrar en comunión con él. Únicamente los limpios de corazón podrían morar en su presencia.

Así declaraba Juan el Bautista el mensaje de Dios a Israel. Muchos prestaban oído a sus instrucciones. Muchos lo sacrificaban todo a fin de obedecer. Multitudes seguían de lugar en lugar a ese nuevo maestro y no pocos abrigaban la esperanza de que fuese el Mesías. Pero al ver Juan que el pueblo se volvía hacia él, buscaba toda oportunidad de dirigir su fe a Aquel que había de venir.

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